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ENTRE LÍNEAS
Antonio Vázquez

¿De qué hablamos los padres delante de nuestros hijos?

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La semana pasada me invitaron a participar en un programa de TV en el que se trataría de la educación en el uso del dinero. Después de la sorpresa por elegir un tema tan poco tratado en la numerosa bibliografía educativa, otra de los aspectos que me llamó la atención fue que, en lugar de pasar por los temas tan trillados de que somos los padres, compulsivos y "manirrotos" a la hora de comprar cosas a nuestros hijos, los que les maleducamos, el debate se planteó a un nivel de mayor calado. ¿De qué hablamos los padres delante de ellos?

Detrás de esta pregunta hay todo un mundo. Somos un auténtico espectáculo para ese niño de tres años y mucho más para esa niña -siempre ellas más listas- que ven crecer la hierba.


Lo aprenden todo de nosotros. No de nuestros sermones, reprimendas o besuqueos, sino de lo que ven y oyen cuando no somos conscientes de que nos contemplan.


Insisto que desde muy pequeños, los hijos escuchan nuestras conversaciones y le dan importancia a los temas que son recurrentes en nuestro trato. Aparece aquí un razonamiento que ellos no se hacen con este proceso, pero que se les queda muy grabado: mis padres, que son los mayores y los que más saben, hablan de los temas importantes, por tanto el "dinero" lo es porque está continuamente en su boca.

Si así ocurre cuando tienen tres años, a los siete lo archivan en sus sistema de valores. Cuando llevo dinero al colegio -piensan- los amigos hacen corro a mí alrededor. A partir de ese momento, toma posesión de su cabeza un descubrimiento espectacular: el dinero supone poder. Mis amigos, que esperan que les compre chucherías a la salida, durante todo el día harán lo que les pida. El binomio poder-dinero, queda perfectamente establecido.

Algo parecido ocurre con el trabajo. Sus padres identifican su trabajo, el de los amigos y parientes, con el dinero que ganan, de ahí que el gran valor del trabajo es paralelo al coche que utilizan.

Conversaciones de adultos
Foto: ISTOCK 

Podríamos deducir mil ejemplos.
Si marido y mujer hablan en un tono amable y distendido, el clima de la casa será de serenidad. No nos engañemos, los niños más de una vez, darán gritos, pero precisamente en ese momento es cuando tenemos que reajustar el volumen y hablarles aún más bajo. Gritarles solo genera mayor crispación.

¿Hablamos de nuestros amigos? Una simple observación nos llevará a concluir que "les caerán bien" los amigos que más queremos, y demostrarán su indiferencia o su desdén por aquellos con los que mantenemos una relación puramente formal. Demos gracias, si no hacen alguna "jaimitada" como llamar "fea" a la tía Lola o señalar un defecto más ostensible y lacerante.

Sobre la familia política de una y otra parte, hay que tener un cuidado exquisito. En lo que se dice y en lo que se calla. Los abuelos y los tíos responderán al retrato que nos han escuchado en nuestros comentarios.

Con todas estas precauciones se podría pensar que delante de los hijos lo mejor es no hablar. No vamos a caer en aquella sandez que hace años se decía cuando se iba hablar de algún tema referente al origen de la vida y algún mojigato avisaba: "hay ropa tendida". Quizá era una expresión de mi tierra pero recuerdo haberla escuchado mucho.

Me atrevo a afirmar que delante de los niños se puede hablar de todo. De todo aquello que sean capaces de captar. Hay una regla de oro, delante de los hijos como de los mayores: digamos todo aquello que podamos decir de unos terceros, si ellos estuvieran delante. Es una buena formula para no generar alevines de los programas de TV del corazón.

No exagero. Utilizar bien el don de la palabra que es uno de los más grandes recibidos de Dios, se aprende también en la familia y los maestros han de ser el padre y la madre, desde la infancia. Saber utilizar la lengua es un arte que nunca se llega a dominar del todo, pero el aprendizaje empieza en la infancia. Saber comunicarse es una llave maestra que sirve para abrir cualquier puerta. Es el tono, el gesto. Todo aquello que lleva darse cuenta que se piensa antes lo que se dice, en lugar de decirlo antes de haberlo pensado.

Contaré una historia real, para terminar. Encontré a un ex alumno de un colegio, después de terminar la carrera. Seis años habían transcurrido desde que abandonó nuestras aulas y muchas fueron las preguntas. Lógicamente, hablamos de su trabajo. Me dijo que estaba muy contento y situado en una gran empresa. Había llegado a lograr esa situación mediante un anuncio en el periódico.

Ante mi asombro, me habló del proceso de selección. Fue un trámite largo y competido en el que los asuntos técnicos de su profesión los llevaba "prendidos con alfileres" según su expresión. "Ya recuerda usted -me dijo- que me solía conformar con los notables". Me explicó que en el proceso de selección salió muy decepcionado y pasó a la entrevista que fue muy extensa y con los temas más variados. Cuando le llamaron para firmar el contrato, logró enterarse dónde había estado el "quid".

Según le informó el director de recursos humanos, la contestación a los temas técnicos había sido bastante deficiente. En su opinión, no era esto suficientemente significativo: eso se lo enseñaban en la empresa en seis meses. Lo verdaderamente determinante había sido la entrevista. Según le explicaron: esto, o se trae aprendido de pequeño, o no se aprende nunca.

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