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María Solano

En la piscina, un respeto que roce el miedo

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Una vez Juan se fue al fondo del agua. Tenía unos dos años y, por emular a sus hermanas, saltarinas oficiales por aquel entonces, se tiró sin flotador ni manguitos. Se clavó en el fondo, como un pasmarote incapaz de reaccionar. Nada de instinto de supervivencia. Ni el menor atisbo de forcejeo con el agua que lo tenía atrapado.

Fueron solo unos segundos y mis hijos aún recuerdan que me tiré al agua totalmente vestida, zapatos incluidos. Juan salió asustado y se mantuvo por un tiempo tan lejos de la piscina como gato escaldado. Lo más grave es que toda mi familia estaba allí delante. Incluso había dos adultos dentro del agua. Pero pasó. Y si en ese preciso instante yo me hubiera dado la vuelta para coger una toalla, no quiero ni pensar en el desenlace.

Soy una madre tranquila. Como ya contaba una vez en este blog, parto de la base de que casi nunca podemos evitar que se caigan. Como mucho, podemos verlos caer.


No soy estúpida, pero calibro los riesgos de cada situación y los pongo en la balanza entre la necesaria independencia y la vigilancia.


Si un niño quiere trepar a un árbol porque todos los niños quieren trepar a los árboles, valoro en cuestión de segundos si hay alguna piedra puntiaguda en la base para saber las repercusiones de la costalada que, con toda probabilidad, se va a llevar, y cuánto tardo al centro de salud más cercano por si nos toca dar puntos de sutura.

Pero si nos paramos a pensar, sobre tierra firme hay muy pocas actividades realmente peligrosas. Puede haber mala suerte, pero una mala caída no suele ir más allá, en el peor de los supuestos, de una brecha o un hueso roto.

En la piscina, respeto
Foto: ISTOCK 

El agua es otro cantar. Ahí solo hay dos estados posibles: o nada y sale o se ahoga. Y ni siquiera saber nadar es garantía suficiente para no ahogarse. En el agua no hay medias tintas. Aunque suene terrible, la muerte acecha. Infinitamente más que montando en bicicleta, que haciendo el cabra en los columpios del parque o recibiendo un balonazo en plena cara seguido de pisotón con bota de tacos. Todo eso no entraña la muerte como opción. La piscina sí.

Por eso, dentro de esa lista de escasos y firmes noes de los que hablábamos un día, el de la piscina es particularmente rotundo. Jamás sin un adulto a su lado -a su lado, con el niño, no vaya a ser que se metan porque el vecino del quinto, un completo desconocido, está en el agua-, jamás sin protecciones si aún no sabe nadar, jamás sin avisar. Y explicamos desde el principio que, como todo es por su bien, la consecuencia de cualquier incumplimiento será una tarde sin piscina.

Si en las demás situaciones que se nos presentan en el día tienen que saber a qué atenerse, los límites con la piscina deben estar tan claros que les infundan un respeto casi reverencial, un respeto que roce el miedo, que les permita actuar movidos por la prudencia que tanto les falta en otras ocasiones.

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