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María Solano

Invertir en una buena adolescencia desde la primera infancia

Invertir como padres en la adolescencia
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Tengo una buena noticia y una mala. La mala es que la adolescencia es prácticamente obligatoria. La buena es que en todos los supuestos, se pasa. Es "una enfermedad que se cura con el tiempo". Pero el tiempo de cura hay que pasarlo.

La adolescencia no solo es una etapa natural del desarrollo de nuestros hijos sino que es necesaria para que se fragüe su personalidad, a fuego lento, en un choque continuo de lo que son, lo que quieren ser y lo que querrían querer ser; en una batalla entre su baja autoestima y su exceso de ego; en una fiesta de hormonas que en nada ayuda a todo el conjunto.

Dado que la adolescencia llega, los padres poco podemos hacer para evitarla. Nuestro niño del alma es engullido por el monstruo de la pubertad que no deja de él más que atisbos casi imperceptibles. No debemos preocuparnos más de lo obligado porque, tras unos años de más espinas que rosas, el monstruo nos lo devolverá hecho un hombre.

Pero, ¡caray con las espinas y el camino tortuoso, caray con las malas contestaciones y con esa lánguida tristeza! ¿Todo hay que pasarlo? No, todo no. Aunque sí casi todo, porque como mucho vamos a poder tener un puñado de límites claros, concisos e importantes. Pero de todo lo demás nos va a tocar transigir, cuando no tragar, día sí día también.

¿Y podemos evitar algo? ¿Hay alguna medicina milagrosa y preventiva que haga de la adolescencia un tiempo más llevadero? Sí, podemos evitar mucho y la medicina, gratuita, está al alcance de nuestra mano. Se llama "buena educación en la infancia".


Que nadie se engañe. Esto no es ni de lejos la panacea. Salvo causas realmente excepcionales, la adolescencia va a llegar igualmente. Pero si hemos invertido bien durante la infancia, los beneficios obtenidos nos permitirán capear sin déficit la crisis, garantizada de la adolescencia.


La inversión durante la infancia es una tarea relativamente sencilla aunque necesita de grandes dosis de paciencia y constancia. La máxima "el hábito hace virtud" se cumple hasta el extremo en los primeros años de los niños, en particular hasta que empiezan a tomar conciencia del mundo exterior, entre los siete y los diez años.

Percibimos esto con enorme claridad en tareas mecánicas y cotidianas que nuestros hijos incorporan a sus rutinas sin el más mínimo problema. Un día estábamos poniéndoles el body sobre el cambiador, otro enseñándoles el derecho y el revés de los calcetines y, de pronto, se visten solos sin atisbo de duda.

Las virtudes se obtienen por reiteración de buenos comportamientos que acaban por hacerse propios, no por ciencia infusa. El virtuoso del violín tiene, quizá, algo de genio. Pero lo que lleva, sobre todo, son muchas horas de incansable ensayo que aún hoy mantiene cuando es reconocido por crítica y público. Si dejase de ensayar por solo unas semanas, perdería su virtuosismo en un abrir y cerrar de ojos.

Por eso en la infancia, cuando la repetición convierte los hábitos en virtudes, es cuando tenemos que hacer las grandes inversiones educativas. El "gracias" y "por favor" aprendidos "de memoria" sin una plena comprensión del sentido que esconden, se convierten en un acto reflejo que la adolescencia no podrá erradicar. Del mismo modo que la adolescencia no borra la manera en que hay que ponerse el calcetín.

Invertir, por ejemplo, en aficiones saludables, es casi garantía de éxito. Si a los ocho años están entusiasmados con un deporte o les gusta tanto pintar que es su forma de rellenar el tiempo, si han aprendido a sustituir los videojuegos de otros niños por ensayar un rato más con el piano, no dejarán de hacerlo en la adolescencia y el tiempo ocupado es tiempo que no se usa para otras cosas que no queremos.

Si han aprendido a pensar en el otro porque les hemos enseñado a amar en mayúsculas, a mirar mucho hacia afuera y poco hacia dentro, la adolescencia traerá toda su carga de introspección pero no va a eliminar su empatía.

De modo que, aunque la adolescencia hay que pasarla, se cura. Y una buena infancia, bien cimentada, que evite esa figura moderna del "pequeño dictador", es garantía de que no solo pasará, sino que los síntomas serán bastante más llevaderos.

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