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María Solano

Móviles: no es lo que ven, sino lo que se pierden

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Nos hemos obsesionado con los riesgos que corren nuestros hijos en sus largas, seguro que excesivas, horas de smartphone. Buena parte de la culpa es de la prensa. Y no está bien que yo lo diga, porque soy la prensa. Pero es que hemos engordado el tema de internet y los jóvenes a base de toneladas de excesivo alarmismo. Es verdad que no toda la culpa es nuestra.

El tema se nos va de las manos en cuanto le añadimos una charla de sobremesa bien sazonada con dos o tres casos conocidos con extremos más o menos inventados.

Pero no nos engañemos: no hay más malos que antes, ni más secuestros, ni más violaciones, ni más pederastas. Eso sí, los que hay, salen más en las noticias y ya no hace falta moverse por malos lugares para encontrarse con ellos porque ellos llegan hasta la pantalla de cualquier teléfono, en el mejor de los barrios, en la zona más vigilada. Y, sin embargo, basta contar suficientes veces el cuento de Caperucita, como dicta la tradición doméstica, para asentar en nuestros hijos la idea de que no pueden hablar con extraños, dentro o fuera de internet.

Pero entonces, ¿a qué se dedican en todas esas horas digitales? El primer gran desmentido, para nuestro alivio, es que en la mayoría de los casos no son adictos a la pornografía, ni ludópatas en potencia ni están a tiro de piedra de un descerebrado. Lo que casi siempre hacen es perder el tiempo. Lo pierden viendo chorradas como vídeos sin enjundia del youtuber de moda o manteniendo conversaciones superficiales y plagadas de palabrotas con los mismos amigos con los que se sienta en clase o con los que ha entrenado en la extraescolar.

El smartphone y los jóvenes
Foto: ISTOCK 

Por eso digo que el problema no es lo que ven sino lo que se pierden.


Lo peligroso de los móviles no es el mundo al que tienen acceso, porque no es ahí donde andan, sino la forma en que malgastan la única vida que tienen. Y no tanto porque en internet no hagan nada, sino porque hacen mucho menos de lo que lograrían fuera, en el mundo real..


Porque el problema de los móviles es que enganchan. No lo podemos evitar. Hagamos examen de conciencia propio durante unos segundos. Antaño, cuando el único teléfono de la casa sonaba en el salón, las quejas eran constantes porque nadie quería ir a contestar. Cuando estamos ensimismados con cualquiera que sea la tarea en casa y suena el timbre de la puerta, nos parece un fastidio tener que atender. Pero si nuestro móvil vibra ligeramente, si sentimos un pequeño sonido que indica que ha entrado un mensaje, no lo podemos evitar y lo miramos. Todo para comprobar que era un WhatsApp intrascendente, prescindible o, en cualquier caso, no urgente.

Pero esa mínima vibración nos ha sacado de la rutina, a adultos y igual que a niños, porque en esto no tenemos mucha diferencia. Si estábamos leyendo un libro algo tedioso y pesado, o si ellos trataban de preparar el próximo examen de física, acaba de romperse su hilo conductor por un pequeño pitido. Contestamos, esperamos respuesta, volvemos a contestar, contestamos en un grupo paralelo y en el chat de familia, ya que estamos.

Lo ideal sería que, de inmediato, dejásemos/dejaran el móvil, pero ya que estamos, comprobamos el correo electrónico. Como nos han mandado algo que esperábamos, pinchamos en el enlace. Ese enlace nos remite a otras páginas y pinchamos otra vez. Leyendo algo que sin ser malo, es innecesario, nos surge una duda y la buscamos. Salimos de dudas con un vídeo de YouTube desde el que nos ofrecen más, y más, y más.. Y ya ni recordamos el libro tedioso y ellos no se acuerdan del examen de física.

En resumen, que el problema no es tanto lo que han hecho en esas horas muertas en el móvil sino qué han dejado de hacer. El problema no es lo que hemos hecho nosotros mismos sino lo que hemos dejado de hacer. El problema es que, en el móvil, parece que se hace, pero en realidad, sobre todo, se pierde: tiempo, vista y la oportunidad de hacer todo lo demás.

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