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La educación de los hijos y el iceberg: ¿por qué la persona se construye en la familia?

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Detrás del comportamiento de cada niño y adolescente está lo que ha vivido en su casa. La educación es como un iceberg. Sólo vemos una parte pero la mayoría está debajo, escondido. Y se ha interiorizado en familia

A veces vemos niños muy agradables, y pensamos ¡qué suerte han tenido esos padres! Es cierto que puede haber niños con temperamento más tranquilo, que miran con calma, con una sonrisa, educados, pero lo habitual es que lo estén aprendiendo de sus padres, de su familia, y haya un trabajo esforzado escondido tras esa conducta tan atrayente.

Porque, la persona se “construye” en la familia. Es donde encuentra ese ambiente saturado de cariño y confianza, donde percibe la realidad y aprende todo a través de los ojos de la madre, del padre, donde nota cómo se quieren y se cómo se tratan entre sí… etc. Este ambiente le aporta seguridad, además de cariño, y le ayuda a crecer y madurar, a construir su personalidad. Deja una huella indeleble en su alma.

Los niños no salen buenos o malos…, sino que se hacen y rehacen en la familia, al saberse queridos de ese modo tan específico y entrañable, simplemente por lo que son: personas, singulares, únicas, especiales, y por tanto con esa inefable dignidad.

Por eso, estos tres conceptos van muy entrelazados: persona, amor, familia. Ninguno se sostiene solo, y cada uno depende de los otros. No hay personas genuinas sin amor y sin familia. Y la familia es una institución natural, antigua como la vida misma, “cuna” de lo humano, cuya misión es custodiar y hacer crecer el amor. Lo más valioso que tenemos, que nos configura.

Cada persona es un don, un regalo: el mayor regalo que podamos imaginar. Por eso hay que tratar a los demás como personas, con su singularidad, con sus características, cualidades y fortalezas, con su capacidad de pensar y alegrar a los demás…pues somos seres relacionales, seres de aportaciones.

Por otro lado, los padres somos los “custodios» de los hijos, y no tanto sus “propietarios” en el sentido de hacer de ellos alguien a nuestro gusto, según nuestras preferencias, intereses o caprichos… Tenemos que ayudarles a lograr su mejor personalidad, pero ¡la suya!, descubriendo sus cualidades específicas, animando y confiando en ellos para que puedan desarrollar todo ese potencial.

Los padres son “para” los hijos, para ayudarles a devenir, a ser personas plenas, que sepan querer; pero, los hijos no son para los padres… pues tienen su propia dignidad, su propio camino y misión en la vida. Ellos son los protagonistas de esa aventura.

Como decía, cada persona se construye en la familia. Es donde aprende lo importante de la vida, con el enfoque adecuado, de las personas que más le quieren. Y aprende por ese motivo: todo está inmerso en cariño del bueno. Aquí puede ser ella misma, única, y a la vez ayudar a los demás, y aportar con sus ideas, su tiempo, sus cualidades cultivadas… Ahí es donde recibe cariño y aprende a amar.

Por lo tanto, lo que vemos en un niño, su sonrisa, su empatía, sus buenos modales, con esa mirada chispeante, su ilusión y ganas de aprender, el mirar el mundo con ojos “nuevos”, que saben sorprenderse, el ser simpático y alegre, generoso, es característico de una persona, y lo que va configurando su naciente personalidad.

Sin embargo, lo que no se suele ver son esas acciones continuadas, como un trabajo de artesanía, llenas de amor de los padres, y luego de los maestros y profesores, que van guiando su formación y aprendizaje, a base de afecto, paciencia, de explicar una y otra vez lo que está bien o mal…, de unas normas claras que vayan iluminando y marcando un sendero transitable, y encauzando sus acciones.

Con comprensión, y a la vez exigencia…, dándoles la necesaria autonomía, y sobre todo mostrándoles un modo de ser y de comportarse adecuado, propio de una persona. Necesitan tener referentes: modelos íntegros a los que imitar, porque los niños aprenden imitando a las personas que los quieren. En educación pasa como en un iceberg, es mucho más lo que no se ve, pero ahí está, fecundando su vida y haciéndola florecer y dar frutos.

Los niños, con su capacidad de maravillarse, de admiración, sus anhelos de conocer…, lo que Aristoteles sitúa en el principio del saber. Protejamos todo esto, preservemos la mirada y la bondad de los niños, y aprendamos de ellos.

Para realizar todo esto se precisa tiempo y cariño, intimidad, estar a su lado, pequeñas conversaciones, sabiendo escuchar, no sólo con los oídos sino también con el corazón. Hay que prestarles atención, dedicarles nuestro “valioso” tiempo. Y saber motivar con la belleza de unos valores hechos vida, con nuestra personalidad alegre y empática, servicial. Con optimismo para apuntar a lo mejor de cada uno, y llegando a su corazón.

Decía G. K. Chesterton, con su ingenio y simpatía: «El niño es un ser capaz de todas las preguntas posibles y muchas de las imposibles”… Estar cerca, atenderles con calma y serenidad haciendo “hogar”.

Así transmitir con nuestra coherencia y buen hacer un ideal de vida que intentamos vivir, aunque a veces fallemos… Es lo normal. Seducir con esos valores humanos nobles, basados en principios, que no pasan de moda, y tratamos de encarnar en nuestra familia. Lo cual confiere una personalidad con belleza interior y encanto, que resplandece y atrae.

De este modo, lo que ven personificado en los padres será lo que aprendan e imiten con naturalidad. Siempre estamos educando con nuestra vida, con nuestra integridad personal. Como decía la Madre Teresa de Calcuta, “no te preocupes si tus hijos no te escuchan…, ¡te están mirando todo el día!”

Todo esto se puede concretar en pensar entre los dos algún “plan de acción” con un pequeño objetivo, alcanzable, con unos medios específicos para cada hijo, y una motivación adecuada en cada caso. Así, por medio de esos planes, continuados en el tiempo, se va configurando un proyecto personal de educación para ese hijo. Atendiendo a sus distintas facultades y potencias, como son la inteligencia, la capacidad de actuar de forma libre, y los sentimientos. Es decir, con voluntad entrenada en  pequeñas cosas cotidianas, poniendo el corazón: pensando en las otras personas.

De esta suerte, aprenden a pensar en los demás, a hacer las tareas de la casa y encargos, por amor, y a mostrar el cariño a las personas cercanas. Primero en la propia familia, y luego con amigos, en el colegio… etc.

Y serán capaces de acometer los retos que se planteen, conjugando esa fuerza y capacidad de la voluntad, con una buena imaginación, motivación, e iniciativa.

Entonces, ese cariño hondo de los padres se desbordará eficaz en los demás ámbitos, haciendo personas cabales que sepan querer. Y como consecuencia serán más felices. Eso anhelamos para ellos.

Un bonito poema de la Madre Teresa que “traduce” muy bien estos deseos del corazón:

“Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo

Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño

Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.

Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino señalado.”

Mª José Calvo

optimistaseducando.blogspot.com

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