Un “sinpa” es irse sin pagar, poner los pies en polvorosa cuando toca pedir la cuentaUn “sinpa” es irse sin pagar, poner los pies en polvorosa cuando toca pedir la cuenta - ISTOCK

Un grupo de adolescentes está tomando algo en una terraza. Son las siete de la tarde. De pronto uno dice: "¿Hacemos un "sinpa"?". Los demás responden al unísono: "¡Vale!". Sin pensarlo dos veces todos salen pitando. Dejan los vasos vacíos y, como se sobreentiende, la cuenta sin pagar.

Dos jóvenes piden un taxi a altas horas de la madrugada. Regresan de la discoteca. Dentro del coche se dan cuenta de que no tienen dinero: se lo han gastado todo. En el trayecto hablan entre ellos en voz baja. Cuando el taxi se detiene, salen como balas y comienzan a correr. El tramo que les queda hasta su casa lo hacen al sprint. El taxista se queda sin cobrar.

¿Qué es un 'sinpa'?

Las dos situaciones descritas no son, por desgracia, tan raras como puede parecer. Muchos chicos y chicas han tomado por costumbre hacer lo que ellos llaman un "sinpa", es decir, irse sin pagar, poner los pies en polvorosa cuando toca pedir la cuenta. Lo consideran un juego, una gamberrada, algo divertido y sin importancia.

Pero lo que más llama la atención no es tanto las acciones en sí, cuanto la forma con que las afrontan sus protagonistas. Ante la pregunta inevitable, ellos dicen que no consideran que hayan hecho nada malo, que "los bares -son palabras textuales- se aprovechan de nosotros y nos cobran lo que les da la gana". Esgrimen la misma justificación cuando cometen pequeños hurtos en las tiendas o en los supermercados. No son adolescentes marginados, sino hijos de familias de clase media y alta.

Ausencia de remordimiento

Ellos no le dan la menor importancia -por eso lo cuentan sin problema a sus profesores-, no consideran que esté mal, porque han aprendido a vivir así: "Mientras no te pillen, no pasa nada", asegura una chica de 15 años. Y es que, sin darnos cuenta, lo que les hemos enseñado es que son las sanciones las que dirigen nuestro obrar; como consecuencia, si no hay sanción, todo está permitido. Seguramente que nos han oído más de una vez eso de "hecha la ley, hecha la trampa".

Sorprende esa falta de remordimiento, esa total inconsciencia. No sólo porque actúan inconscientemente sino, sobre todo, porque la conciencia moral brilla por su ausencia. Tanto atender a las sanciones externas, hemos olvidado las internas.

Cabe preguntarse si les enseñamos a nuestros hijos muchas cosas y hemos omitido lo principal: formar su conciencia moral. Es cierto que tiene mala prensa, pues no sirve de mucho para progresar en la escala social, las más de las veces nos complica la vida, te acribilla con el remordimiento, no te deja libertad. Sin darnos cuenta hemos puesto a la conciencia de patitas en la calle, la hemos echado de nuestras vidas. De esa forma, hemos conseguido que nuestros hijos hagan un "sinpa" la mar de tranquilos y además que a nosotros "eso" no nos parezca del todo mal. Pero hay que recordar que la conciencia es la brújula que nos guía en nuestro obrar y si las agujas de la brújula se mueven caprichosamente, difícilmente nos podremos orientar: iremos a la deriva.

¿Y qué pasa si vamos a la deriva?

Que corremos el peligro de desorientarnos totalmente, de confundir el bien con lo conveniente, lo placentero con lo útil, de perder el norte. Debemos explicarles entonces a nuestros hijos que aunque externamente nuestra vida sea "normal", pudiendo llegar a tener éxito profesional, a ser ricos, famosos o poderosos, sin embargo, quizá no sea una vida plenamente humana.

Educar la conciencia moral

La conciencia moral también hay que educarla. La familia y la escuela (pero sobre todo la familia) son los espacios adecuados para hacerlo. La responsabilidad recae directamente sobre los padres, pues son los primeros educadores; la escuela y otras instituciones con finalidad formativa pueden colaborar más o menos, pero nunca sustituir a los padres.

Padre y madre deben enseñar a los hijos lo que está bien y lo que está mal, darles unos criterios éticos básicos, vivir de acuerdo a unos valores morales y ayudarles a tomar sus primeras decisiones. En este punto, no se puede permanecer al margen: todo lo que no educa, deseduca. La educación no puede ser neutral. Pretender educar sin transmitir unos valores y unos criterios es un imposible, porque la educación consiste justamente en eso. Al igual que damos a nuestros hijos los alimentos que nos parecen más adecuados, del mismo modo les debemos trasmitir los valores que nosotros vivimos. Sin embargo, a veces, en el ejercicio de esa responsabilidad pensamos que estamos coaccionando su libertad. No obstante lo que realmente hacemos es cimentarla para que puedan llegar a ejercitarla. Una persona libre no es una veleta, sino un navegante que dispone de una brújula para llegar a puerto.

La importancia de tener criterio

No podemos dejar a nuestros hijos al capricho de los vientos, sino que les tenemos que dar una brújula y enseñarles a utilizarla. Una vez en su barco, quizá se la guarden en el bolsillo y no le hagan caso; sin embargo, siempre la podrán sacar cuando se vean perdidos. En cambio, si se embarcan sin brújula, nunca podrán orientarse.

No se trata de fabricar robots, sino personas con criterio, como esos muñecos llamados tentetiesos que tienen mucho peso en la base y eso les impide caer a pesar de los empujones que puedan recibir. De modo similar, si formamos bien la base, si la cargamos de valores de peso, nuestros hijos siempre podrán recuperar la posición, a pesar de los vaivenes y zarandeos de la vida. Los veremos ir de acá para allá (sobre todo en la adolescencia), sin embargo, gracias a esa base bien puesta, a la larga, acabarán en pie. Es la experiencia de muchos padres que han visto a sus hijos salir a flote gracias al peso de sus convicciones, aunque parezca una contradicción. Las personas somos como los árboles: crecemos en proporción a la profundidad de las raíces.

Un caso real

En cierta ocasión, un chico se quedó sentado cuando sus amigos habían salido "a la de tres". Pagó la consumición de todos y se reunió con ellos a unas cuantas manzanas de allí. Le dijeron que era "tonto", "un cobarde", "un rajado". Se rieron de él, pero el chico no podía salir corriendo, no podía hacer un "sinpa" y quedarse tan tranquilo. La fuerza del grupo tiraba mucho, es verdad; pero había algo en su interior que tiraba aún más: la fuerza del deber. Ese chico, que sintió que "no podía hacer eso", tuvo que entablar una dura lucha interior, tuvo que nadar contra corriente, contra el ímpetu del grupo que a estas edades arrastra como un torrente. Sus compañeros, sus colegas, sus"amigos", no lo entendieron, no comprendieron que se saliera del guión. "Para ellos eres raro", le comentaba a su profesor con preocupación, pues ser "raro" para los tuyos cuando eres un adolescente puede dejarte fuera de juego.

Este chico necesitaba que se le reforzara su actitud, que alguien le dijera que había obrado bien, con valor (tanto en el sentido de ser valiente, como que haber hecho algo valioso). Y es aquí cuando toca a los padres reforzar esa acción, del mismo modo que tienen que corregir la contraria. Pero para ello deben conocer lo que hacen sus hijos.Supongamos que el chico cuenta a sus padres lo que ha hecho: "No quise salir corriendo y pagué yo las consumiciones". Aunque resulte difícil de creer, algunos padres reaccionan como sus colegas, recriminándole por "cargar" con lo que han hecho los otros, por no haber sido un poco más "espabilado" haciendo lo que hicieron todos. Si reaccionamos así, estamos fomentando que nuestro hijo o nuestra hija hagan un "sinpa" la próxima vez.

Actitudes de los padres que fomentan un 'sinpa' en los hijos

Los padres tenemos reacciones o hacemos comentarios sin mala intención y, por supuesto, no significa que sean la causa directa de que los adolescentes hagan un "sinpa". Por lo general, los adolescentes se lo toman como un juego, una gamberrada, motivada más por el grupo que otra cosa. Pero sí debemos ser conscientes de que somos observados en todo momento y que ciertas actitudes de los hijos pueden ser un reflejo de las nuestras. Por ejemplo:

Rozamos un coche ajeno al desaparcar en la calle y, como nadie nos ha visto -nuestro hijo sí-, no le dejamos una nota para dar el parte y asumir la responsabilidad.

Si nos dan mal el cambio, protestamos; si ocurre lo contrario y es a nuestro favor, no decimos nada.

A la hora de conducir lo hacemos de forma temeraria, aunque sea dentro de los límites de la ley. Por ejemplo, vamos al volante y al mismo tiempo charlando distraídos o con sueño. Esta actitud puede poner en riesgo la vida de los peatones, aunque eso no esté penalizado.

Nos quedamos con algo que nos hemos encontrado, en lugar de buscar al dueño o llevarlo a la comisaría de policía más cercana, si existe alguna posibilidad de que pueda recuperarlo su dueño. En caso de encontrarnos dinero, si no se trata de grandes cantidades, en lugar de quedárnoslo podemos echarlo en el cepillo de la iglesia o dárselo a Cáritas.

Nos oyen comentarios del tipo: "Con lo que yo pago y encima*", "Se aprovechan de nosotros con estos precios*", "No les va de eso, con lo que cobran podrían*".

Para pensar y reflexionar sobre cómo educamos

- El ambiente de relajación moral que nos rodea facilita estas acciones "de escaqueo", que no porque se las tomen como un juego dejan de ser punibles.

- Los padres debemos contrarrestar esa presión tanto del grupo como de la sociedad, evitando la improvisación, teniendo un proyecto educativo para los hijos y definiendo el tipo de personas que queremos formar.Padre y madre tenemos que ir en la misma dirección. Si uno dice una cosa y el otro, otra, el hijo se quedará con la que más le conviene.

- Debemos ayudarles a interiorizar los valores que deseamos inculcarles en casa, pues éstos o se viven o no sirven para nada. Para ello debemos vivirlos nosotros primero. Por ejemplo: no seré capaz de transmitir a mi hijo el valor de la amistad, si yo no lo vivo, si no tengo amigos, si no cultivo la amistad.

- Tenemos que razonarles y explicarles siempre las cosas. Las limitaciones que les pongamos deben estar razonadas, de lo contrario, serán tomadas como arbitrariedades o caprichos nuestros. No significa que las acepten a la primera de cambio. La lucha dialéctica en esta edad parece no tener final, pero hemos de tener en cuenta que ellos no quieren padres blandos, sino que, equivocados o no, tengan unos criterios claros.

- Para que puedan mantener sus criterios fuera de casa debemos fomentar su autoestima y seguridad, manteniendo siempre un clima de confianza con ellos y más especialmente en la adolescencia. Si confían en nosotros, si no se rompe la comunicación (a pesar de que adopte otras formas), tendremos mucho ganado.

Un buen recurso frente a la presión del grupo es enseñar a nuestro hijo a ser asertivo, es decir, a decir lo que piensa sin avasallar a los demás, pero tampoco dejándose arrastrar por los otros. Es una habilidad social que se puede trabajar en casa. En las tertulias familiares después de comer, por ejemplo, podemos plantear temas de actualidad donde cada uno dará su opinión, aprendiendo a respetar la del otro y dando argumentos convincentes de sus teorías.

Pilar Guembe y Carlos Goñi. Autores de No se lo digas a mis padres y No me ralles

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