Alrededor de la mesa: ahí es justo donde se construyen las familias felices. ¿Por qué?
Porque en la conversación fluida y abierta vamos descubriendo el mundo en el que nos toca vivir.
Son esas familias que no hablan entre sí, familias en las que los adultos imponen lo que se dice y cómo se dice, familias sin diálogo abierto y sin respeto por el prójimo, las que después están llenas de problemas. Pero en nuestros hogares alegres, estamos aquí para escuchar y exponer, para opinar y dejar que opinen, para respetar y ser respetados.
Y así, entre todos, se construye ese pensamiento crítico que nos ayudará a tomar las decisiones adecuadas en el momento en que haga falta.
Hablamos de todo. Adaptado a cada edad, pero de todo.
Porque así se va construyendo la capacidad de pensamiento crítico de nuestros hijos y aprenden a distinguir lo bueno de lo malo para saber elegir.
Escuchamos con respecto, no hay edad para poder hablar. Todos en la familia tienen que tener voz porque así se construye la confianza. Habrá temas de lo que sepan más y otros menos, pero todos ganan en autoestima.
Opinamos sin miedo porque así empezamos a aprender.
El respeto a las opiniones de los demás, siempre que no se basen en la mentira, es un ejercicio que les ayudará a ser más generosos y empáticos con el prójimo.
Dialogamos para poder crecer junto a los demás. Confrontar ideas con las personas que tenemos cerca es el mejor modo de ir revisando nuestras propias percepciones a partir de conocimientos más firmes.
Respetamos lo que dicen, aunque no lo compartamos.
En un hogar feliz. no siempre tenemos que estar de acuerdo en todo porque la discrepancia en las cuestiones que admiten opinión es enriquecedora.
Los hogares felices son aquellos en los que se habla.
Allí donde las cosas no funcionan, casi siempre falta conversación abierta, serena, confiada, constante, amable, respetuosa, enriquecedora.