¡Qué difícil equilibrio!
¿Cómo saber cuándo estamos cumpliendo con nuestra labor de protegerlos y cuándo estamos sobreprotegiéndolos y no estamos dejando que crezcan?
Con sentido común. Y con una idea clara: toda ayuda innecesaria empobrece a quien la recibe.
Piensa en que todo lo que logran por ellos mismos les hace crecer, sentirse orgullosos y aumentar su autoestima.
No son más felices cuando se lo damos hecho.
Son más felices cuando consiguen hacerlo ellos y se sienten capaces, porque notan cómo van creciendo, que es lo que está inscrito en su naturaleza: ser mayores.
Cuando les dejamos, saben que confiamos en ellos.
Les infunde autoestima porque se dan cuenta de que las personas que más los queremos los consideramos realmente capaces de afrontar todos los retos.
Equivocarse no es malo, es el camino para aprender.
La autonomía tiene un precio que pagamos gustosos, porque todo lo que sale mal (que será mucho) es el camino para todo lo que saldrá bien (también mucho).
Corregimos, animamos y quitamos importancia.
Cuando las cosas salen regular, les podemos indicar cómo lograr que salgan mejor, sin hacerlas por ellos. Los animamos a comenzar sin miedo otra vez.
Procuramos no intervenir salvo si es imprescindible.
Evitamos la tención de ponérselo fácil porque sabemos que en la dificultad no sólo aprenderán más y mejor sino que saldrán fortalecidos y más capaces.
Nos acompañamos unos a otros en el difícil camino.
No ayudar a levantarse cuando caemos, a resolver los problemas que surgen, no significa que estemos ausentes. Acompañamos y arropamos en la distancia.
Disfrutamos todos juntos de los éxitos alcanzados.
Las familias alegres son las que comparten todo lo bueno que les pasa y viven el triunfo de cada uno hasta en el reto más pequeño como un éxito de la familia.