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Lo positivo de tener un mal día

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Aunque parezca contradictorio, tener un mal día puede ser beneficioso en muchos aspectos. Cuando todo parece ir mal, es fácil caer en la frustración, la tristeza y la desesperanza. Sin embargo, es importante recordar que los momentos difíciles también pueden ser oportunidades para el crecimiento personal y la reflexión.

En primer lugar, un mal día puede ayudarnos a desarrollar la resiliencia. Cuando nos enfrentamos a obstáculos y adversidades, tenemos la oportunidad de demostrar nuestra capacidad para superarlos y seguir adelante. Aprender a adaptarnos a las situaciones difíciles puede ser una habilidad valiosa en la vida, ya que nos permite enfrentarnos a futuros desafíos con más confianza y determinación.

Además, un mal día también puede ser una oportunidad para aprender lecciones importantes. En lugar de enfocarnos en lo negativo, podemos tratar de identificar las causas de nuestros problemas y pensar en maneras de evitarlos en el futuro. De esta manera, podemos convertir una experiencia negativa en un aprendizaje valioso que nos permita crecer y mejorar.

Tener un mal día también nos ayuda a apreciar los buenos momentos.

Cuando todo parece ir mal, es fácil olvidar todas las cosas buenas que tenemos en nuestra vida. Sin embargo, al superar los momentos difíciles, podemos aprender a valorar aún más los momentos de felicidad y alegría que experimentamos.

Aunque nadie desea tener un mal día, es importante recordar que estos momentos difíciles pueden tener beneficios ocultos. Anabel González, psiquiatra y autora de Lo bueno de tener un mal día, explica que «si podemos mantener una actitud positiva y enfocarnos en el aprendizaje y el crecimiento personal, podemos convertir una experiencia negativa en algo positivo y enriquecedor para nuestra vida».

Al mal tiempo, mala cara

No es bueno, si tenemos una situación que nos ha disgustado, hacer que no pasa nada. Si hacemos que no pasa nada, el disgusto queda ahí, lo tenemos dentro sin notarlo, pero nos puede llegar a producir muchísimos efectos secundarios.

Si estamos atravesando un mal momento y expresamos lo mal que estamos o lo compartimos con alguien diciéndole «qué mal día he tenido», desahogamos ese sentimiento, lo ventilamos de forma que no se acumule dentro y no nos dé tantos problemas después.

Pensemos que los seres humanos somos una especie que ha evolucionado y tenemos muchas más emociones que los animales. Eso significa que las emociones componen una función para la superviviencia y para el desarrollo de la especie. De lo contrario, si no hiciesen falta, no las tendríamos.

El problema es que a veces decidimos que no queremos tenerlas y pensamos que podemos mantener ese estado. Pero cada emoción tiene un sentido. Si tengo miedo es porque hay algún peligro, y si reacciono ante el peligro, me protejo. Las personas que no tienen miedo nunca, o en el caso de los niños pequeños, es muy peligroso, porque pueden meterse en cualquier problema como cruzar la calle sin mirar, subirse a un árbol…

No tener sentido del peligro es un riesgo para nosotros. Y lo mismo pasa con el resto de las emociones. Si no nos permitimos sentir alguna de ellas, hay determinadas cosas que esa emoción nos aporta que no vamos a poder experimentar.

Sentir el dolor

Si no sentimos el dolor no sabemos dónde está el problema. Cuando alguien necesita ser atendido por un problema, si se le quita inmediatamente el dolor significa perder las pistas de lo que está pasando. Necesitamos saber dónde duele. Por eso a veces es tan complicado tratar a un niño, porque no sabe expresar el lugar del que proviene el dolor.

Anabel González compara el tratamiento de las heridas emocionales con el que deben recibir las heridas físicas, «hay que limpiarlas bien y dejarlas secar al aire para que se vayan cerrando. Cuando esto ocurre la herida se convierte en una cicatriz que no duele, aunque nos recuerde lo que pasó».

Decir que no hay dolor es como dejar una herida abierta sin curar.

La herida está ahí, pero nosotros la obviamos, la tapamos y entonces es cuando se infecta y se convierte en un problema mucho más grande, porque no se cura. El dolor es una guía de que pasa algo, de ahí la necesidad de entender lo que ocurre para poder actuar.

Pero hay algo incluso peor cuando ya existe el dolor y es causarnos incluso más. Nos está doliendo algo y nosotros nos culpamos, le damos mil vueltas, nos machacamos internamente, no dejamos que nuestra mente se distraiga con otra cosa… Esto provoca que el dolor aumente de forma exponencial, cuanto más tenemos, más nos machacamos.

Sobre un mal día

Cuando estamos viviendo una mala situación no debemos negar siempre nuestro disgusto. Sin embargo, echando la vista atrás podemos pensar en aquello que nos han enseñado, nos damos cuenta que no hemos aprendido solo de los buenos momentos. También hemos aprendido lecciones muy importantes de malas experiencias.

La cuestión es que eso se transforme en un aprendizaje, que nos sirva para salir de futuras malas experiencias, de forma cada vez más resolutiva. No aprendemos solo de los días normales y corrientes, probablemente aprendamos más de los malos.

Lo bueno de tener un mal día es que se trata de un aprendizaje, que nos ayuda a poner en práctica todo lo que sabemos hacer con nuestras emociones. Y si llevamos bien días malos, de esos cotidianos, cuando tengamos una situación realmente mala, todo nuestro sistema de regulación emocional estará bien entrenado y sabremos afrontar una situación grave.

Marisol Nuevo Espín

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