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Aprender del ejemplo de otros jóvenes

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Los padres tenemos muy interiorizada la idea de que buena parte de lo que nuestros hijos aprendan será fruto del ejemplo que les demos. Pero no somos los únicos que participamos en la formación de nuestros hijos. A veces el ejemplo llega de fuera y, si es bueno, puede tener un efecto mucho mayor que el que nosotros logremos.

Que nuestros jóvenes elijan un buen ejemplo es clave en su propia formación. Que elijan uno malo, también. Pero, ¿de dónde podemos sacar los buenos ejemplos? Quizá alguno se dedique a leer vidas de los santos, pero es poco probable. Sin embargo, si nos esforzamos por buscar bien entre las vidas de los personajes a los que admiran, podemos encontrar biografías que les resulten cercanas y que, al mismo tiempo, se conviertan en un modelo al que emular.

En el deporte encontramos ejemplos de lo peor -soberbia, falta de control personal, falta de honradez…- pero también de lo mejor -esfuerzo, entrega, sacrificio, humildad, superación ante la adversidad, fortaleza…- y en abundancia. Basta pensar en figuras como el tenista español Rafa Nadal, la historia de superación de los hermanos Gasol, jugadores internacionales de baloncesto en la NBA o el ahora muy conocido patinador sobre hielo Javier Fernández.

El ejemplo en el deporte

Los Juegos Olímpicos celebrados en Brasil nos dieron uno de estos modelos de comportamiento: la gimnasta estadounidense Simone Biles, campeona individual y por equipos. Ya solo su imagen suponía una elocuente llamada de atención: tenemos la idea preconcebida de gimnastas de élite estilizadas, en su mayoría de raza blanca o asiática, extremadamente delgadas. Por eso Biles rompe prejuicios nada más salir a la pista con poco más de 1,40m de estatura, con una musculatura extraordinariamente potente y con la capacidad para hacer volar su compacto cuerpo hasta lo más alto.

Basta indagar un poco en la trayectoria de esta joven atleta olímpica para descubrir los muchos valores que se esconden detrás de una vida en absoluto sencilla. Lo ha querido contar en una autobiografía recién editada en español con el título Sin miedo a volar (Palabra), que demuestra desde la primera a la última línea que Simone Biles vuela alto pero tiene los pies en la tierra.

La biografía de una luchadora

Este es el tipo de lecturas que resultan perfectas para nuestros adolescentes y jóvenes: historias reales, de carne y hueso, en las que aprenden en carne ajena el inconmensurable valor del esfuerzo, la trascendencia crucial del fracaso y la necesidad de aprender a distinguir entre lo importante y lo accesorio.

Biles alcanzó la fama después de enlazar dos mundiales de gimnasia consecutivos, pero fueron los Juegos Olímpicos los que lanzaron definitivamente su carrera. Entonces, muchos seguidores que se habían acercado a esta disciplina deportiva para conocer a esta pequeña gimnasta que rompía con el paradigma habitual de sus compañeras, conocieron toda la historia que se escondía detrás de esa fortaleza.

Lo más chocante es que en su más tierna infancia fue adoptada por sus abuelos, a los que se refiere como papá y mamá, porque su madre biológica perdió su custodia por sus múltiples adicciones.

Lejos de tener una infancia sencilla, sus primeros años son de absoluto desconcierto. Sin embargo, en contra de lo que en muchas ocasiones ocurre con los jóvenes, no se queda atrapada en el resentimiento. La manera en que narra aquellos primeros años es de sorprendente agradecimiento hacia todos y una particular capacidad de comprensión hacia su madre biológica. De los cuatro hermanos, Simone y Adria, las dos pequeñas, se fueron con sus abuelos y a partir de ahí comenzaron a tener una vida organizada, con un hogar marcado por el apego en el que recibieron una buena educación que compaginaba al mismo tiempo la disciplina con el amor.

En esa etapa es cuando se inició su trayectoria de gimnasta. Al principio, todo comenzó por casualidad, en una visita ocasional a un gimnasio. La madre de Simone vio en aquel deporte una vía de escape al exceso de actividad que tenía aquella pequeña e incansable niña. De hecho, llama la atención que fuera diagnosticada con el hoy tan famoso Trastorno de Hiperactividad y Déficit de Atención y que, sin embargo, esa etiqueta no le sirviera de excusa para estudiar menos, esforzarse menos o concentrarse menos. De hecho, una de las características que ha encumbrado a Simone Biles a los podios de todo el mundo ha sido, precisamente, esa capacidad de concentración de la que hace gala en sus ejercicios.

En su autobiografía muestra mucha alegría y gratitud hacia todo lo que le ha ocurrido pero lo hace desde la perspectiva de un don. La familia Biles, católica, siempre miró hacia lo alto para pedir fuerzas en la debilidad y dar las gracias en la abundancia. Y Simone recuerda constantemente esta visión sobrenatural de la realidad que le rodea para recuperar el ánimo y mantener el orgullo bajo control. De hecho, sorprende cómo en los momentos de más tensión, en los que ella misma reconoce que no se comporta como debería y que le aguantan demasiado, la familia es su principal apoyo.

La olvidada virtud de la humildad

Simone Biles empieza a ganar cada competición en la que participa. Pero las victorias no le hacen perder de vista su debilidad. Cuenta una anécdota que podría ayudar a muchos jóvenes a superar sus miedos: el salto Tkachev en barra asimétrica. Se cae una y otra vez. Ya es admirada por todo el mundo, pero esa acrobacia se le atraganta. Se cae una y otra vez hasta que, desesperada, atiende con humildad el consejo de otra gimnasta… ¡Y lo consigue!

Le faltan muchos baños de humildad, como el fracaso que la deja fuera del equipo nacional por solo una plaza. Recuerda cómo lloró sin parar toda la tarde cuando los medios de comunicación dejaron de enfocar su sonrisa forzada. Pasada la tempestad llegó la calma y con la calma, una lección para toda la vida: «El único fracaso que puede tener alguien es dejar de intentarlo, dejar de levantarse o dejar de trabajar más duro». Con esa máxima por bandera llegó hasta la cima de la gimnasia hasta el punto de que la reconocían cuando salía a la calle. Sin embargo, por muy alto que volara, su cabeza seguía en su sitio: «Estaba feliz por haber ganado pero interiormente seguía siendo simplemente Simone, sentada al lado de su aburrida e impasible hermana en un centro comercial de Houston».

Pero si Simone consigue mantener los pies en la tierra es gracias a sus padres que, por mucho que ascienda, no le dejan perder la cabeza. Baste una anécdota: sueña durante mucho tiempo con tener su propio coche. Ya es una deportista de élite. Otros padres se habrían obsesionado por que su vida fuera lo más cómoda posible. Pero los de Simone no. Deciden enseñarle el valor del esfuerzo: tendrá su coche, pero llevará cada mañana a su hermana al colegio y eso supondrá un madrugón nada desdeñable. También lo consiguió.

Alicia Gadea

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